El viejo y la soledad.

El viejo y Soledad.

En el barranco de Chiñico, en las Dehesas de Güimar, había un viejo, más conocido por su desventurada vida, que por su edad.

Había ido allí a refugiarse del medio donde vivía, con una familia ideal, de lo mejor de su ciudad natal; donde todos eran inmejorables personas dentro y fuera de la casa; donde recibía toda clase de atenciones y mimos. Pero algo había en el ambiente que le rodeaba como una areola con envoltura translúcida, etérea, impalpable; como una mordaza que le atenazaba, y no le dejaba respirar; estaba sumido a los límites de su cuerpo, sin mas aire que el que ocupaban sus pulmones; ya apenas podía oír el eco de su propia voz.

Quizá a eso se le llama depresión.

El viejo se sintió culpable de su mala suerte.
Estaba cansado de recibir bondades de su medio sin poder dar nada.
Era tanto lo que recibía que no tenía tiempo para dar ni decir lo que quería.
Apenas iniciaba una conversación se le frenaba con otra conversación diferente.
Él pensaba que sus temas no tenían valor, y que por eso se les sustituía por otros ajenos para sí mismo y para el momento.
Al viejo le gustaba hablar y que le contestaran sobre lo que él hablaba. No quería le dijeran – no-, sin terminar la frase que él había iniciado.
Le gustaba hablar y que le escucharan, le gustaba sentirse persona civilizada, y no siervo, con la obligación de decir amén a lo que escuchaba.

Oír y escuchar, no es lo mismo, decía el viejo. Yo se escuchar y luego contesto.
Estaba harto de que las cosas, aunque pusiera todo el interés de mundo por hacerlas bien, siempre le salían mal, o no era bien recibidas.
Estaba asociado al no, nada parecía bien; todo tenía que ser acuñado por otra persona.

Con todos esos pensamientos metidos en su envejecido cerebro huyó al monte, se metió en una vieja galería abandonada y empezó su vida ermitaña.

Allí el silencio era ensordecedor, los ruidos del silencio se asociaron a los latidos de su corazón que podía escuchar más fuerte que en los momentos más emotivos de su juventud; aquí, en este lugar, se asociaban, se unían, los recuerdos con la soledad, y la risa con el llanto en un fondo ruidoso; como los callados en la orilla del mar.

Pasaron varios días oyendo, sí, no, talvez; algunos días después, cuando se estabilizo el cuerpo, y el corazón adquirió el ritmo propio a la altura y al lugar que estaba ocupando, llegó su estabilidad emocional y fue consciente de su vida actual.
Con ella, llegó Soledad, la compañera que estaría a su lado, mientras él quisiera.
Ella le juró que le escucharía cuanto dijera, que sería todo oído; que jamás le reprocharía nada; y además, lo que él dijera, iría a la tumba con ella.
Nada se ajustaba más a los deseos del viejo que consagró su vida a Soledad, su compañera actual, la mujer invisible pero entrañablemente generosa, que vino para hacerle compañía, en aquel momento y lugar, cuando más lo necesitaba.
Allí, en aquel mundo mágico, de silencio, oyéndose a si mismo en compañía de Soledad se quedó el viejo ermitaño hasta que acabó su depresión.

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